Mascaradas

(memorias de 30 a­ños de un grupo de teatro universitario)
de Antonio García del Toro




 Al comenzar el proceso de escritura de este libro, surgieron recuerdos de aquí y de allá. Al principio, solo se tenían muchas ideas, muchas anécdotas felices, amargas, de todo tipo. El primer paso fue bosquejar todo. Se hizo. No obstante, en alguna ocasión aparecen ciertos datos fuera de lugar o parecerá que se repiten. Aún así, se ha tratado de que cada cosa esté en su lugar. El autor tituló este libro con el sustantivo mascaradas, palabra derivada el término máscara. Este sustantivo femenino da nombre a una figura que recuerda el rostro humano o animal; también, el de cualquier ser imaginario que, por más fantasía que tengan sus creadores, siempre se asemeja al de los mortales. Con ella, con la máscara, quien la usa cubre total o parcialmente su cara. En la antigüedad, hace miles de años, era usada en ceremonias y rituales de gran solemnidad; muchas veces, como accesorio de trajes extravagantes o exagerados con los que la gente ocultaba su identidad.

Todos los humanos alguna vez, comenta Sigmund Freud en alguno de sus libros, han llevado una máscara. ¡Qué maravilla es que nadie pueda ver tu expresión!, ¿cierto?  No obstante, la realidad es otra. Por el contrario, la máscara no oculta verdaderamente la esencia del individuo, la deja al descubierto. La esencia de su portador se escapa, consciente o inconscientemente, por pequeñas grietas. Circula por esas fisuras dejando ver los sentimientos más ocultos y más íntimos. Konstantin Stanislavski, el famoso director ruso, al explicar este fenómeno señala: “La caracterización es lo mismo que una máscara que oculta al actor-individuo. Resguardado por ella, puede revelar los detalles más íntimos y picantes de su espíritu.” 

Según los que estudian el origen de las palabras, los etimólogos, el término puede tener su origen en una de las siguientes palabras: masque, del francés; maschera, del italiano o másquera del español. Hasta tiene sus antepasados en idiomas muertos como el latín vulgar: mascas y masca, que significaban fantasma. Los que investigan las cosas, y cuántos han estudiado su procedencia, también señalan como antecedente la palabra árabe maskharah, que significaba bufón o persona con una máscara. Cuentan que las primeras máscaras las hicieron de corteza de árbol; luego, de cuero forradas de tela y, por último, las hacían de marfil o de madera para lograr que duraran más y que fueran más reales. Las de marfil no se las colocaban en la cara. Las máscaras estuvieron, desde tiempos muy lejanos, cargadas de intenciones y simbolismos. Los individuos, las colectividades, los grupos étnicos y hasta las civilizaciones representaban a través de ellas sus temores, sus aspiraciones y sus pasiones. Los etnólogos sitúan el nacimiento del uso de las máscaras en la más lejana antigüedad, entre griegos y romanos. El ser humano siempre ha estado vinculado con el mundo que lo circunda, sobre todo, con el de los animales. Sus miedos a lo desconocido y a las fuerzas sobrenaturales lo llevaron a crear símbolos y escudos protectores. Por ello, llegó a cubrir su rostro, a cambiar su identidad, a “personificarse.” Para lograrlo, los griegos y los romanos usaban una especie de casco que cubría enteramente la cabeza y las facciones del rostro. ¡Hasta tenía pelo, orejas y barba! Así es como los griegos se convierten, poco a poco, en los primeros que usan estas máscaras en sus teatros. De esta forma, los actores lograban semejarse a los personajes que representaban. Las usaban tanto para infundir temor como alegría. Las máscaras marcaban, y aún lo hacen, una distancia entre ellas y quienes las portaban.

Asimismo, durante la Edad Media hubo mucha afición a los disfraces y máscaras, sobre todo, en las fiestas religiosas. En los torneos, los caballeros que no querían ser conocidos combatían con máscara. En aquel tiempo, dos combatientes a caballo, con máscara y lanza en mano, se tiraban al ruedo. ¿Por qué lo hacían? El motivo fundamental siempre fue el espíritu caballeresco de la época cuyo lema era “Dios, mi rey y mi dama.”  Siglos después, durante el Renacimiento las máscaras tuvieron un auge inesperado con la commedia dell’arte italiana. Sus máscaras son en su gran mayoría burlescas. Servían para las improvisaciones de este arte que tenía un repertorio fijo de personajes —Allecchino, Colombina, Pierrot, por ejemplo— y una serie básica de argumentos.  Sin embargo, el mayor empleo de la máscara tuvo lugar durante el siglo XVI, también en Italia y, sobre todo, en Venecia durante el carnaval. Muy poca gente sabe por qué las usaban. Sin embargo, se dice que como la clase alta veneciana no podía mezclarse libremente con la “plebe”, para hacerlo se cubría el rostro y así salía a la calle. Esta costumbre fue en aumento. Se utilizaron incluso para realizar denuncias, sin ser identificados. Las usaban, obviamente, por miedo a posibles represalias. Por si fuera poco, una gran cantidad de burgueses llegaban a Venecia en invierno para disfrutar del anonimato y recorrer la ciudad. Cuenta una leyenda popular que los hombres se disfrazaban de mujeres para ingresar a los conventos. Fue la época del famoso Giacomo Casanova, hombre que se valía del uso de las máscaras para conquistar y seducir a las “ingenuas” mujeres, que caían ante su increíble labia.

En la actualidad, aún hay culturas que usan máscaras en ceremonias sociales y religiosas. Con ellas, representan seres espirituales o legendarios. Se comenta que en estos grupos étnicos quien usaba una máscara tomaba las cualidades de lo representado. Dicho de otra forma, una máscara de león inducía al portador a convertirse o actuar como tal. También las máscaras, en culturas ancestrales, permitían la unión entre la divinidad, los vivos y los muertos; o entre sus antepasados y quienes las usaban. Es decir, la máscara encarnaba el conflicto del ser humano con la muerte. ¡Qué misterio aún sin resolver! Se comenta también que era vital el cambio de identidad en el usuario de esa máscara. Si eso no ocurría, el espíritu representado no residía en la imagen. Por lo tanto, plegarias, ofrendas y peticiones, no tenían ningún sentido. Las máscaras podían, según se afirmaba, funcionar para contactar poderes espirituales de protección contra las fuerzas desconocidas del universo. La persona que usaba la máscara también estaba en una asociación directa con el espíritu, por lo que corría el riesgo de ser afectado por él. Así como el creador, el portador debía seguir ciertos procedimientos para protegerse y también para manifestar su respeto. Las máscaras, en otras ocasiones, invocaban a las fuerzas de la guerra.

En muchos países centroamericanos, aún existen festividades que combinan tradiciones cristianas e indígenas. Durante estas, con frecuencia, hay desfiles y teatro callejero en los que se representa una historia. Por su parte, en África, especialmente en el oeste, las máscaras también desempeñan un papel importante en las ceremonias tradicionales y en las danzas de teatro. Existen máscaras africanas que representan espíritus de los antepasados, héroes mitológicos, la combinación del antepasado y el héroe, y espíritus animales. Las máscaras africanas siempre han tenido un vínculo con lo divino. Son parte integral de la cultura tribal.
 
Ya definido el término, se hablará ahora del concepto mascarada o fiesta de máscaras. Por definición, aunque hay antecedentes italianos, era una forma de entretenimiento en las fiestas de los nobles europeos entre los siglos XVI y XVIII. La tradición de la mascarada evolucionó a partir de elaborados concursos y espectáculos cortesanos que hacía el ducado de Borgoña a finales de la Edad Media. Este importante estado europeo celebraba nacimientos, bodas, cambios de gobernantes, llegada de la realeza, etcétera. Las imágenes usadas, realizadas por grandes maestros artesanos, se tomaban de fuentes clásicas, no cristianas. Dicen los historiadores que estas celebraciones tenían un sucusumucu político.

La mascarada implicaba el uso de la música, de la danza, del canto y de la interpretación. Por eso, el título del libro. Dentro de una elaborada puesta en escena, en la que escenografía y vestuario podían ser diseñados por un renombrado arquitecto, se presentaba una alegoría que halagaba a un mecenas, alguien con chavos que patrocinaba sus eventos. Actores y músicos profesionales eran contratados para la declamación y el canto de determinadas piezas. La mascarada tenía dos partes. Primero había una “anti-mascarada” a cargo de actores profesionales. Con ella se representaba, usando a menudo elementos cómicos, un mundo de desórdenes y vicios. En la segunda parte, se involucraba a los asistentes. Los miembros de la corte se levantaban y bailaban. Desterraban, supuestamente, con su armonía y su gracia, el desorden mundano. La fiesta duraba toda la noche. Estaba acompañada por increíbles escenarios, dispositivos mecánicos e ingeniosos efectos lumínicos.
Actualmente, este tipo de festividad se celebra en muchos países. Por ejemplo, son famosas las mascaradas de Costa Rica, que tienen su origen en la época colonial. También es importante que comente que estas fiestas están ligadas a los carnavales, originalmente fiestas paganas, que aún se celebran en muchos países del mundo antes de la cuaresma cristiana.

Y esta fiesta de disfrazados y enmascarados ha sido mi vida por los pasados 30 años. Libretos, carpetas, lápices, telas, maderas, pinturas, maquillajes, pelucas... y máscaras, por supuesto, han permitido mi paso por el mundo universitario de cientos de jóvenes, que llenos de ilusión y aspiraciones me han formado, me han dado las fuerzas para seguir adelante.

La mascarada que comenzó hace décadas aún continua. Cada año los jóvenes y, en ciertas ocasiones, algunos no tan jóvenes, aprenden mientras “juegan” a hacer teatro. No obstante, el “juego” poco a poco se va convirtiendo en una experiencia seria e importante que los transforma y, sobre todo, los enriquece. Ese embrujo, como muchos llaman al sentimiento que contamina a quienes hacen teatro, cambia la vida. A través de técnicas, ejercicios de expresión corporal y vocal, en esta mascarada se van revelando el misterio y la magia de la puesta en escena. Las palabras escritas en un papel cobran vida. Cada uno de los jóvenes presta su cuerpo, su voz y su talento para esta transformación. 
Gracias a esta experiencia, el Taller de Teatro ha ayudado a muchos jóvenes a mirarse por dentro, que no es otra cosa que el proceso de definirse, de permitirse valorar sus propias sensaciones y destrezas, de ir descubriéndose. Cuando llegan se preguntan: “¿Qué pasará si me bloqueo, si me quedo en blanco, si pierdo la memoria? ¿Qué hago si me paniqueo, si me tiemblan los pies? ¿Habrá otros mejores que yo, más expresivos? ¿Pasaré la audición? Si no la paso, ¿qué hago?” El director se pregunta: “¿Harán la audición? ¿Lograrán superar sus miedos? ¿Podrán controlarse? ¿Lograrán terminar? ¿Tendrán los pantalones o las faldas, para no discriminar? ¿Serán disciplinados?” ¡Sin disciplina, no llegan a ninguna parte!

Cuando la mascarada comienza, ya las herramientas internas y externas están dadas. Aquellos muchachos que eran tímidos, poco flexibles, sin mucha concentración y mucha menos imaginación, dan un paso adelante. Aquellos que no escuchaban y no eran curiosos, ahora se colocan la máscara, o se transforman con el maquillaje y el vestuario asignado, y... ¡Arriba el telón! Luces, música, canciones, bailes y... ¡Los aplausos!  
El viaje hacia lo desconocido empieza cada día, cada año. ¡Adelante, siempre adelante!


Antonio Garcia del Toro