Lección: Redacción de un resumen

Dra. Débora Hernández

Lectura: La dialéctica de la soledad, Octavio Paz

 

 

A continuación, encontrarás el ensayo La dialéctica de la soledad.  En la columna de la izquierda,

se encuentran las ideas explícitas de cada párrafo.

 

Objetivos:

Al terminar esta lección, podrás:

  1. Identificar las ideas explícitas de cada párrafo
  2. Organizar las ideas de los párrafos por sus similitudes (bosquejo)
  3. Comparar tu bosquejo de ideas con el bosquejo modelo sugerido
  4. Evaluar las similitudes y diferencias con el bosquejo modelo
  5. Redactar un párrafo de resumen a partir del bosquejo modelo
  6. Evaluar tu párrafo de resumen según la rúbrica I.De.A.L.
 
ACTIVIDAD

ORGANIZA LAS IDEAS DEL PÁRRAFO EN UN BOSQUEJO.  AL TERMINAR, COMPARA  TU

BOSQUEJO CON EL MODELO.

La dialéctica de la soledad

(El laberinto de la soledad, 1959) Octavio Paz

Idea #1

La soledad es sentirse solos y estar solos.

La soledad, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, separado de sí, no es característica exclusiva del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los horn­bres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es eI fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro. Su naturaleza, si se puede hablar de naturaleza al referirse al hombre, el ser que, precisamente, se ha inventado a sí rnismo al decirle “no” a la naturaleza— consiste en un aspirar a realizarse en otro. El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad.

Idea #2

Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, es decir, como soledad. 

 

Sentirse solos es tener conciencia de sí y en un deseo de salir de sí.  Esto es, saberse solos significa reconocer que no queremos estar solos.

Uno con eI mundo que lo rodea, el feto es vida pura y en bruto, fluir ignorante de sí. Al nacer, rompemos los Iazos que nos unen a Ia vida ciega que vivimos en el vientre materno, en donde no hay pausa entre deseo y satisfacción. Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, desamparo, caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra soledad y a rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir Ia solcdad. Asi, sentirse solos posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por Ia otra, en un deseo de salir de sí. La soledad, que es Ia condición misma de nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purga­ción, a cuyo término angustia e inestabiidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al fin del Iaberinto de Ia soledad.

Idea #3

El lenguaje popular expresa esta dualidad de la soledad con las penas de amor.  Sentirse solos es desear a la persona amada.

El lenguaje popular refleja esta dualidad al identificar a Ia soledad con la pena. Las penas de amor son penas de soledad. Comunión y soledad, deseo de amor, se oponen y complementan. Y el poder redentor de la soledad transparenta una oscura, pero viva, noción de culpa: el hombre solo “está dejado de Ia mano de Dios”. La soledad es una pena, esto es, una condena y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro exilio. Toda vida está habitada por esta dialéctica.

Idea #4

Nacer y morir son experiencias de soledad.

Nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en Ia soledad que es el nacer, si no es esa otra caída en lo desconocido que es eI morir. La vivencia de la muerte se transforma pronto en conciencia del morir. Los niños y los hombres primitivos no creen en la muerte; rnejor dicho, no saben que la muerte existe, aunque ella trabaje secretarnente en su interior. Su descubrimiento nunca es tardío para el hombre civilizado, pues todo nos avisa y previene que hemos de morir. Nuestras vidas son un diario aprendizaje de Ia muerte. Más que a vivir se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal.

Idea #5

El amor expresa nuestro deseo de comunión, de cancelación de la soledad (de fusión de vida y muerte).

Entre nacer y morir transcurre nuestra vida. Expulsados del claustro materno, iniciamos un angustioso salto de veras mortal, que no termina sino hasta que caemos en la muerte. ¿Morir será volver allá, a la vida de antes de Ia vida? ¿Será vivir de nuevo esa vida prenatal en que reposo y movimiento, día y noche, tiempo y eternidad, dejan de oponerse? ¿Morir será dejar de ser y, definitivamente, estar? ¿Quizá la muerte sea Ia vida verdadera? ¿Quizá nacer sea morir y morir, nacer? Nada sabemos. Mas aunque nada sabemos, todo nuestro ser aspira a escapar de estos contrarios que nos desgarran. Pues si todo (conciencia de sí, tiempo, razón, costumbres, hábitos) tiende a hacer de nosotros los expulsados de Ia vida, todo también nos empuja a volver, a descender al seno creador de donde fuimos arrancados. Y le pedimos al amor — que, siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y morir tanto como de renacer — que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera. No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un instante, de vida plena, en Ia que se fundan los contrarios y vida y muerte, tiempo y eternidad, pacten. Oscuramente sabemos que vida y muerte no son sino dos movimientos, antagónicos, pero complementarios, de una misma realidad. Creación y destrucción se funden en el acto amoroso; y durante una fracción de segundo eI hombre entrevé un estado más perfecto.

Idea #6

El amor es una experiencia casi inaccesible.

En Nuestro mundo el amor es una experiencia casi inaccesible. Todo se opone a éI: moral, clases, Ieyes, razas y los mismos enamorados. La mujer siempre ha sido para el hombre lo otro, su contrario y complemento. Si una parte de nuestro ser anhela fundirse a ella, otra, no menos imperiosamente, Ia aparta y excluye. La mujer es un objeto, alternativamente precioso o nocivo, mas siempre diferente. Al convertirla en objeto, en ser aparte y al someterla a todas las deformaciones que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor Ie dic­tan, el hombre Ia convierte en instrumento. Medio para obte­ner el conocimiento y el placer, vía para alcanzar la supervi­vencia, la mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, se­gún muestra Simone de Beauvoir, pero jamás puede ser ella misma. De ahí que nuestras relaciones eróticas estén viciadas en su origen, manchadas en su raíz. Entre la mujer y nosotros se interpone un fantasma: el de su imagen, el de Ia imagen que nosotros nos hacemos de ella y con Ia que ella se reviste. Ni siquiera podemos tocarla como carne que se ignora a sí misma, pues entre nosotros y ella se desliza esa visión dócil y servil de un cuerpo que se entrega. Y a Ia mujer le ocurre lo mismo: no se siente ni se concibe sino como objeto, como otro. Nunca es dueña de sí. Su ser se escinde entre Io que es realmente y la imagen que ella se hace de sí. Una imagen que le ha sido dictada por famiia, clase, escuela, amigas, re­ligión y amante. Su feminidad jamás se expresa, porque se manifiesta a través de formas inventadas por eI hombre. El amor no es un acto natural. Es algo humano y, por defini­ción, lo más humano, es decir, una creación, algo que noso­tros hemos hecho y que no se da en Ia naturaleza. Algo que hemos hecho, que hacemos todos los días y que todos los días deshacemos.

Idea #7

El amor es libre elección, pero en nuestra sociedad la elección amorosa es imposible.

No son éstos los únicos obstáculos pie se interponen en­tre el amor y nosotros. El amor es elección. Libre elección, acaso, de nuestra fatalidad, súbito descubrimiento de Ia parte más secreta y fatal de nuestro ser. Pero Ia elección amorosa es imposible en nuestra sociedad. Ya Breton decía en uno de sus libros más hermosos —El loco amor— que dos prohibiciones impedían, desde su nacimiento, Ia eleccion amorosa: Ia interdicción social y Ia idea cristiana del pecado. Para realizarse, el amor necesita quebrantar Ia ley del mundo. En nuestro tiem­p0 el amor es escándalo y desorden, transgresión: el de dos astros pie rompen Ia fatalidad de sus órbitas y se encuentran en Ia mitad del espacio. La concepción romántica del amor, que implica ruptura y catástrofe, es Ia única que conocemos porque todo en la sociedad impide que el amor sea Iibre elección.

Idea #8

La mujer no puede elegir porque vive presa de la imagen que la sociedad masculina le impone.

La mujer vive presa en Ia imagen que Ia sociedad masculi­na Ie impone; por lo tanto, sólo puede elegir rompiendo con­sigo misma. “El amor Ia ha transformado, la ha hecho otra persona”, suelen decir de las enamoradas. Y es verdad: eI amor hace otra a Ia mujer, pues si se atreve a amar, a elegir, si se atreve a ser ella misma, debe romper esa imagen con que el mundo encarcela su ser.

Idea #9

El hombre no puede elegir porque desde niño relaciona el amor con lo prohibido.

El hombre tampoco puede elegir. El círculo de sus posibi­lidades es muy reducido. Niño, descubre Ia feminidad en Ia madre o en las hermanas. Y desde entonces el amor se identi­fica con lo prohibido. Nuestro erotismo está condicionado por el horror y Ia atracción del incesto. Por otra parte, la vi­da moderna estimula innecesariamente nuestra sensualidad, al mismo tiempo que Ia inhibe con toda clase de interdicciones —de clase, de moral y hasta de higiene—. La culpa es Ia espue­Ia y el freno del deseo. Todo Iimita nuestra elección. Estamos constreñidos a someter nuestras aficiones profundas a la ima­gen femenina que nuestro círculo social nos impone. Es difí­cil amar a personas de otra raza, de otra lengua o de otra clase, a pesar de que no sea imposible que el rubio prefiera a las negras y estas a los chinos, ni que el señor se enamore de su cria­da o a Ia inversa. Semejantes posibilidades nos hacen enroje­cer. Incapaces de elegir, seleccionamos a nuestra esposa entre las mujeres que nos “convienen”. Jamás confesaremos que nos hemos unido —a veces para siempre— con una mujer que acaso no amamos y que, aunque nos ame, es incapaz de salir de sí misma y mostrarse tal cual es. La frase de Swan: “Y pensar que he perdido los mejores años de mi vida con una mujer que no era mi tipo”, Ia pueden repetir, a Ia hora de su muerte, Ia mayor parte de los hombres modernos. Y las mujeres.

Idea # 10

La sociedad confunde el amor con el matrimonio, como una unión para crear hijos.

La sociedad concibe el amor, contra Ia naturaleza de este sentimiento, como una unión estable y desunada a crear hijos. Lo identifica con el matrimonio. Toda transgresión a esta regla se castiga con una sanción cuya severidad varía de acuerdo con tiempo y espacio. (Entre nosotros Ia sanción es mortal muchas veces —si es mujer el infractor — pues en México, como en todos los países hispánicos, funcionan con general aplauso dos morales, Ia de los señores y Ia de los otros: pobres, mu­jeres, niños.) La protección impartida al matrimonio podría justificarse si Ia sociedad permitiese de verdad Ia elección. Pues­to que no Io hace, debe aceptarse que el matrimonio no constituye la más alta realización del amor, sino que es una forma jurídica, social y económica que posee fines diversos a los del amor. La estabilidad de Ia familia reposa en el matrimonio, que se convierte en una mera proyección de la sociedad, sin otro objeto que Ia recreación de esa misma sociedad. De ahí Ia naturaleza profundamente conservadora del matrimo­nio. Atacarlo, es disolver las bases mismas de la sociedad . Y de ahí también que el amor sea, sin proponérselo, un acto antisocial, pues cada vez que Iogra realizarse, quebranta el ma­trimonio y lo transforma en lo que Ia sociedad no quiere que sea: Ia revelación de dos soledades que crean por sí mismas un mundo que rompe Ia mentira social, suprime tiempo y tra­bajo y se declara autosuficiente. No es extraño, así, que la sociedad persiga con el mismo encono al amor y a la poesía, su testimonio, y los arroje a Ia clandesunidad, a las afueras, al mundo turbio y confuso de lo prohibido, lo rídiculo lo anor­mal. Y tampoco es extraño que amor y poesía estallen en formas extrañas y puras: un escándalo, un crimen, un poema.

Idea #11

La protección al matrimonio implica Ia persecución del amor y Ia tolerancia de Ia prostitución, cuando no su cultivo oficial.

 

En una sociedad en que todos pudieran elegir, el divorcio sería un anacronismo o una singularidad, como Ia pros­titucion, Ia promiscuidad o el adulterio.

La protección al matrimonio implica Ia persecución del amor y Ia tolerancia de Ia prostitución, cuando no su cultivo oficial. Y no deja de ser reveladora Ia ambigüedad de la prostituta: ser sagrado para algunos pueblos, para nosotros es al­ternativamente un ser despreciable y deseable. Caricatura del amor, víctima del amor, la prostituta es símbobo de los pode­res que humilla nuestro mundo. Pero no nos basta con esa mentira de amor que entraña Ia existencia de Ia prostitución; en algunos círculos se aflojan los lazos que hacen intocable al matrimonio y reina Ia promiscuidad. Ir de cama en cama no es ya, ni siquiera, liberunaje. El seductor, el hombre que no puede salir de sí porque Ia mujer es siempre instrumento de su vanidad o de su angustia, se ha convertido en una figura del pasado, como el caballero andante. Ya no se puede seducir a nadie, del mismo modo que no hay doncellas que ampa­rar o entuertos que deshacer. El erotismo moderno tiene un sentido disunto al de un Sade, por ejemplo. Sade era un tem­peramento trágico, poseído de absoluto; su obra es una revelación explosiva de Ia condición humana. Nada más desespe­rado que un héroe de Sade. El erotismo moderno casi siempre es una retórica, un ejercicio literario y una complacencia. No es una revelación del hombre sino un documento más sobre una sociedad que estimula el crimen y condena aI amor. ¿Li­bertad de. Ia pasión? El divorcio ha dejado de ser una conquis­ta. No se trata tanto de facilitar Ia anulación de los Iazos y a establecidos, sino de permitir que hombres y mujeres puedan escoger libremente. En una sociedad ideal, la única causa de divorcio sería la desaparición del amor o Ia aparición de uno nuevo. En una sociedad en que todos pudieran elegir, el divorcio sería un anacronismo o una singularidad, como Ia pros­titucion, Ia promiscuidad o el adulterio.

Idea #12

La sociedad es un organis­mo que padece Ia extraña necesidad de justificar sus fines y apetitos.

La sociedad se finge una totalidad que vive por sí y para sí. Pero si Ia sociedad se concibe como unidad indivisible, en su interior está escindida por un dualismo que acaso tiene su origen en el momento en que el hombre se desprende del mundo animal y, al servirse de sus manos, se inventa a sí mis­mo e inventa conciencia y moral. La sociedad es un organis­mo que padece Ia extraña necesidad de justificar sus fines y apetitos. A veces los fines de Ia sociedad, enmascarados por los preceptos de Ia moral dominante, coinciden con los de­seos y necesidades de los hombres que Ia componen. Otras, contradicen las aspiraciones de fragmentos o clases importan­tes. Y no es raro que nieguen los insuntos más profundos del hombre. Cuando esto último ocurre, Ia sociedad vive una épo­ca de crisis: esta a o se estanca. Sus componentes dejan de ser hombres y se convierten en simnples instrumentos desalma­dos.

Idea #13

El dualismo de la sociedad es la afirmación y validación de qué es lo bueno y qué es lo malo, lo permitido y lo prohibido.

El dualismo inherente a toda sociedad, y que toda socie­dad aspira a resolver transformándose en comunidad, se ex­presa en nuestro tiempo de muchas maneras: lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido; lo ideal y lo real, lo racio­nal y lo irracional; lo bello y lo feo; el sueño y Ia vigilia, los pobres y los ricos, los burgueses y los proletarios; Ia inocencia y la conciencia, la imaginación y eI pensamiento. Por un movimiento irresistible de su propio ser, Ia sociedad tiende a su­perar este dualismo y a transformar el conjunto de solitarias enemistades que Ia componen en un orden armonioso. Pero Ia sociedad moderna pretende resolver su dualismo mediante Ia supresión de esa dialéctica de Ia soledad que hace posible el amor. Las sociedades industriales — independientemente de sus diferencias ideológicas, políticas o económicas— se em­peñan en transformar las diferencias cualitativas, es decir: humanas, en uniformidades cuantitativas. Los métodos de Ia producción en masa se aplican también a Ia moral, al arte y a los sentimientos. Abolición de las contradicciones y de las excep­ciones... Se cierran así las vías de acceso a Ia experiencia más honda que Ia vida ofrece al hombre y que consiste en penetrar Ia realidad como una totalidad en la que los contrarios pactan. Los nuevos poderes abolen Ia soledad por decreto. Y con ella al amor, forma clandesuna y heroica de Ia comunión. Defender eI amor ha sido siempre una actividad antisocial y peligrosa. Y ahora empieza a ser de verdad revolucionaria. La situación del amor en nuestro tiempo revela cómo Ia dialécti­ca de Ia soledad, en su más profunda manifestación, tiende a frustrarse por obra de Ia misma sociedad. Nuestra vida social niega casi siempre toda posibilidad de auténtica comunión erótica.

Idea #14

El amor nos obliga a ahondar en nosotros mismos, pero existen otros períodos de rupturas y reuniones, separaciones y reconciliaciones.

El amor es uno de los más claros ejemplos de ese doble insunto que nos lleva a cavar y ahondar en nosotros mismos y, simultáneamente, a salir de nosotros y realizarnos en otto: muerte y recreación, soledad y comunión. Pero no es el único. Hay en la vida de cada hombre una serie de períodos que son también rupturas y reuniones, separaciones y reconciliaciones. Cada una de estas etapas es una tentativa por trascen­der nuestra soledad, seguida por inmersiones en ambientes extraños.

Idea #15

El niño por virtud del lenguaje crea un mundo a su imagen y resuelve su soledad.

El niño se enfrenta a una realidad irreductible a su ser y a cuyos estímulos no responde aI principio sino con Ilanto o silencio. Roto el cordón que lo unía a Ia vida, trata de recrearlo por medio de Ia afectividad y el juego. Inicia asi un diálogo que no terminara sino hasta que recite el monólogo de su muerte. Pero sus relaciones con el exterior no son ya pasivas, como en la vida prenatal, pues el mundo le exige una respuesta. La rea­Iidad debe ser poblada por sus actos. Gracias al juego y a la imaginación, la naturaleza inerte de los adultos —una silla, un libro, un objeto cualquiera— adquiere de pronto vida propia.  Por Ia virtud mágica del lenguaje o del gesto, del símbolo o del acto, el niño crea un mundo viviente, en el que los obje­tos son capaces de responder a sus preguntas. El lenguaje, desnudo de sus significaciones intelectuales, deja de ser un conjunto de signos y vuelve a ser un delicado organismo de iman­tación mágica. No hay distancia entre el nombre y Ia cosa y pronunciar una palabra es poner en movimiento a la realidad que designa. La representación equivale a una verdadera re­producción del objeto, del mismo modo que para el primitivo Ia escultura no es una representación sino un doble del objeto representado. Hablar vuelve a ser una actividad creadora de realidades, esto es, una actividad poética. El niño, por virtud de Ia magia, crea un mundo a su imagen y resuelve así su sole­dad. Vuelve a ser uno con su ambiente. El conflicto renace cuando el niño deja de creer en eI poder de sus palabras o de sus gestos. La conciencia principia como desconfianza en Ia eficacia mágica de nuestros instrumentos.

Idea #16

La adolescencia es otro período de soledad que se cancela a través de los grandes amores, del heroísmo y del sacrificio.

La adolescencia es ruptura con el mundo infantil y mo­mento de pausa ante el universo de los adultos. Spranger señala a Ia soledad como nota disuntiva de Ia adolescencia. Narciso, el solitario, es Ia imagen misma del adolescente. En este período el hombre adquiere por primera vez concien­cia de su singularidad. Pero la dialéctica de los sentimientos interviene nuevamente: en tanto que extrema conciencia de sí, la adolescencia no puede ser superada sino como olvido de sí, como entrega.  Por eso la adolescencia no es sólo Ia edad de la soledad, sino también la época de los grandes amores, del heroísmo y del sacrificio. Con razón el pueblo imagina al hé­roe y al amante como figuras adolescentes. La visión del adoIescente como un solitario, encerrado en sí mismo, devorado por el deseo o Ia timidez, se resuelve casi siempre en Ia banda­da de jóvenes que bailan, cantan o marchan en grupo. O en Ia pareja paseando bajo el arco de verdor de la calzada. El ado­Iescente se abre al mundo: al amor, a Ia acción, a la amistad, al deporte, al heroísmo. La literatura de los pueblos moder­nos —con la significativa excepción de Ia española, en donde no aparecen sino como pícaros o huérfanos— está poblada de adolescentes, solitarios en busca de Ia comunión: del anillo, de la espada, de Ia visión. La adolescencia es una vela de ar­mas de Ia que se sale al mundo de los hechos.

Idea #17

La madurez no es época de soledad porque el hombre se olvida de sí en el trabajo, en la creación o en la construcción de objetos, ideas e instituciones.

La madurez no es etapa de soledad. El hombre, en lucha con los hombres o con las cosas, se olvida de sí en el trabajo, en la creación o en la construcción de objetos, ideas e institu­ciones. Su conciencia personal se une a otras: el tiempo adquiere sentido y fin, es historia, relación viviente y significa­tiva con un pasado y un futuro. En verdad, nuestra singulari­dad —que brota de nuestra temporalidad, de nuestra fatal in­serción en un tiempo que es nosotros mismos y que al alimen­tarnos nos devora— no queda abolida, pero si atenuada y, en cierto modo, redimida. Nuestra existencia particular se in­serta en Ia historia y ésta se convierte, para emplear Ia expresión de Eliot, en “a pattern of timeless moments”. Así, el hombre maduro atacado del mal de soledad constituye en épocas fecundas una anomalía. La frecuencia con que ahora se encuentra a esta clase de solitarios indica la gravedad de nuestros males. En Ia época del trabajo en común, de los can­tos en común, de los placeres en común, el hombre está más solo que nunca. El hombre moderno no se entrega a nada de Io que hace. Siempre una parte de sí, Ia más profunda, perma­nece intacta y alerta. En eI siglo de la acción, eI hombre se es­pía. El trabajo, único dios moderno, ha cesado de ser creador. El trabajo sin fin, infinito, corresponde a la vida sin finalidad de Ia sociedad moderna. Y Ia soledad que engendra, soledad promiscua de los hoteles, de las oficinas, de los talleres y de los cines, no es una prueba que afine el alma, un necesario purgatorio. Es una condenación total, espejo de un mundo sin salida.

Idea #18

El doble significado de Ia soledad —ruptura con un mundo y tentativa por crear otro— se manifiesta en nuestra con­cepción de héroes, santos y redentores.

El doble significado de Ia soledad —ruptura con un mundo y tentativa por crear otro— se manifiesta en nuestra con­cepción de héroes, santos y redentores. El mito, la biografía, Ia historia y el poema registran un período de soledad y de re­tiro, situado casi siempre en la primera juventud, que precede a la vuelta al mundo y a Ia acción entre los hombres. Años de preparación y de estudio, pero sobre todo años de sacrificio y penitencia, de examen, de expiación y de purificación. La soledad es ruptura con un mundo caduco y preparación para el regreso y Ia lucha final. Arnold Toynbee ilustra esta idea con numerosos ejemplos: eI mito de Ia cueva de Platón, las vidas de San Pablo, Buda, Mahoma, Maquiavelo, Dante. Y to­dos, en nuestra propia vida y dentro de las limitaciones de nuestra pequeñez, también hemos vivido en soledad y apartamiento, para purificarnos y luego regresar entre los nuestros.

Idea #19

La idea de la soledad es el movimiento continuo entre pérdida y retorno.

La dialéctica de la soledad —“the twofold motion of withdrawal-and-return”, según Toynbee — se dibuja con claridad en la historia de todos los pueblos. Quizá las sociedades anti­guas, más simples que las nuestras, ilustran mejor este doble movimiento.

Idea #20

Para el hombre primitivo, la soledad constituye un estado peligroso.

No es difícil imaginar hasta qué punto la soledad consti­tuye un estado peligroso y temible para eI llamado, con tanta vanidad como inexactitud, hombre primitivo. Todo eI compli­cado y rígido sistema de prohibiciones, reglas y ritos de Ia cul­tura arcaica, tiende a preservarlo de Ia soledad. El grupo es Ia única fuente de salud. El solitario es un enfermo, una rama muerta que hay que cortar y quemar, pues Ia sociedad misma peligra si alguno de sus componentes es presa del mal. La re­petición de actitudes y fórmulas seculares no solamente ase­gura Ia permanencia del grupo en eI tiempo, sino su unidad y cohesión. Los ritos y Ia presencia constante de los espíritus de los muertos entretejen un centro, un nudo de relaciones que limitan La acción individual y protegen al hombre de Ia soledad y al grupo de Ia dispersión.

Idea #21

Para el hombre primitivo salud y sociedad, dispersión y muerte son términos equivalentes.

Para el hombre primitivo salud y sociedad, dispersión y muerte son términos equivalentes. Aquél que se aleja de Ia tierra natal “cesa de pertenecer al grupo. Muere y recibe los honores fúnebres acostumbrados”.[1] El destierro perpetuo equivale a una sentencia de muerte. La identificación del gru­po social con los espíritus de los antepasados y el de éstos con Ia tierra se expresa en este rito simbólico africano: “Cuan­do un nativo regresa de Kimberley con Ia mujer que lo ha des­posado, Ia pareja lleva consigo un poco de tierra de su lugar. Cada día Ia esposa debe comer un poco de polvo... para acos­tumbrarse a la nueva residencia. Ese poco de tierra hará posible Ia transición entre los dos domicilios.” La solidaridad social posee entre ellos “un carácter orgánico y vital. El indi­viduo es Iiteralmente miembro de un cuerpo”. Por tal motivo las conversiones individuales no son frecuentes. “Nadie se pue­de salvar o condenar por su cuenta” y sin que su acto afecte a toda Ia colectividad.[2]

Idea #22

En las sociedades primitivas, la dispersión y pérdida del grupo puede ser causada por fenómenos de la naturaleza, guerras, conflictos religiosos, transformaciones de los sistemas de producción.

 

La conciencia del pecado es el reconocimiento del desamparo y abandono del grupo. 

 

La conciencia del pecado engendra la idea del redentor.

A pesar de todas estas precauciones eI grupo no está a sal­vo de Ia dispersión. Todo puede disgregarlo: guerras, cismas religiosos, transformaciones de los sistemas de producción, conquistas... Apenas el grupo se divide, cada uno de los frag­mentos se enfrenta a una nueva situación: Ia soledad, conse­cuencia de la ruptura con el centro de salud que era Ia vieja sociedad cerrada, ya no es una amenaza, ni un accidente, sino una condición, Ia condición fundamental, el fondo final de su existencia. El desamparo y abandono se manifiesta como con­ciencia del pecado —un pecado que no ha sido infracción a una regla, sino que forma parte de su naturaleza. Mejor dicho, que es ya su naturaleza. Soledad y pecado original se identifi­can. Y salud y comunión vuelven a ser términos sinónimos, sólo que situados en un pasado remoto. Constituyen La edad de oro, reino vivido antes de la historia y al que quizá se pue­da acceder si rompemos la cárcel del tiempo.  Nace así, con la conciencia del pecado, la necesidad de redención.  Y ésta engendra la del redentor.

Idea #23

La idea de redención propicia los ritos de iniciación y de purificación.

 

Surgen una nueva mitología y una nueva religión. A diferencia de la antigua, Ia nueva sociedad es abierta y fluida, pues está constituida por desterrados. Ya el solo nacimiento dentro deI grupo no otorga al hombre su filiación. Es un don y debe merecerlo. La plegaria crece a expensas de Ia mágica y los ritos de iniciación acentúan su carácter purificador. Con la idea de rendención surgen la especulación religiosa, la ascética, la teología y la mística.  El sacrificio y la comunión dejan de ser un festín totémico, se es que alguna vez lo fueron realmente, y  se convierten en la vía de ingreso a la nueva sociedad.  Un dios, casi siempre un dios hijo, un descendiente de las antiguas divinidades creadoras, muere y resucita periódicamente.  Es un dios de fertilidad, pero también de salvación y su sacrificio es prenda de que el grupo prefigura en la tierra la sociedad perfecta que nos espera al otro lado de la muerte.  En la esperanza de más allá, late la nostalgia de la antigua sociedad.  El retorno a la edad de oro vive, implícito, en la promesa de salvación.

Idea #24

El culto rehace los vínculos sociales y sagrados.

Seguramente es muy difícil que en la historia particular de una sociedad se den todos los rasgos sumariamente apuntados.  No obstante, algunos se ajustan en casi todos sus detalles al esquema anterior.  El nacimiento del orfismo, por ejem­plo, el culto a Orfeo surge después del desastre de la civilización ­aquea --que provocó una general disper­sión del mundo griego y una vasta reacomodación de pueblos y culturas—. La necesidad de rehacer los antiguos vínculos, sociales y sagrados, dio origen a cultos secretos, en los que participaban solamente “aquéllos seres desarraigados, trasplantados, reaglutinados artificialmente y que soñaban con recons­truir una organización de Ia que no pudieran separarse. Su só­lo nombre colectivo era el de huérfanos”.[3]  (Señalaré de paso que orphanos no solamente es huérfano, sino vacío. En efec­to, soledad y orfandad son, en último término, experiencias del vacío.)

Idea #25

La conciencia de Ia culpa, de Ia soledad y Ia expiación, juegan un rol muy importante en la constitución de los ritos religiosos.

Las religiones de Orfeo y Dionisios, como más tarde las religiones proletarias del fin del mundo antiguo, muestran con claridad el tránsito de una sociedad cerrada a otra abierta. La conciencia de Ia culpa, de Ia soledad y Ia expiación, juegan en ellas el mismo doble papel que en la vida individual.­

Idea #26

El sentimiento de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos arrancados, es nostalgia de espacio.

 

Casi todos los ri­tos de fundación, de ciudades o de mansiones, aluden a la bús­queda de ese centro sagrado del que fuimos expulsados.

El sentimiento de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos arrancados, es nostalgia de espacio. Según una concep­ción muy antigua y que se encuentra en casi todos los pue­blos, ese espacio no es otro que eI centro del mundo, eI om­bligo del universo. A veces el paraíso se identifica con ese si­tio y ambos con el lugar de origen, mítico o real, del grupo.[4] Entre los aztecas, los muertos regresaban a Mictlán, lugar situado al norte, de donde habían emigrado. Casi todos los ri­tos de fundación, de ciudades o de mansiones, aluden a la bús­queda de ese centro sagrado del que fuimos expulsados. Los grandes santuarios —Roma, Jerusalén, Ia Meca— se encuen­tran en eI centro del mundo o lo simbolizan y prefiguran. Las peregrinaciones a esos santuarios son repeticiones rituales de las que cada pueblo ha hecho en un pasado mítico, antes de establecerse en Ia tierra prometida. La costumbre de dar una vuelta a Ia casa o a Ia ciudad antes de atravesar sus puertas, tiene el mismo origen.

Idea #27

El mito del Laberinto se inserta en este grupo de creen­cias.

El mito del Laberinto se inserta en este grupo de creencias. Varias nociones afines han contribuido a hacer del Labe­rinto uno de los símbolos míticos más fecundos y significati­vos: Ia existencia, en el centro del recinto sagrado, de un talis­man o de un objeto cualquiera, capaz de devolver la salud o Ia libertad al pueblo; Ia presencia de un héroe o de un santo, quien tras Ia penitencia y los ritos de expiación, que casi siem­pre entrañan un periodo de aislamiento, penetra en el laberin­to o palacio encantado; el regreso, ya para fundar Ia Ciudad, ya para salvarla o redimlrla. Si en el mito de Perseo los ele­mentos místicos apenas son visibles, en eI del Santo Grial el ascetismo y Ia mística se alían: el pecado, que produce Ia es­terilidad en Ia tierra y en eI cuerpo mismo de los súbditos del Rey Pescador; los ritos de purificación; el combate espiritual; y, finalmente, la gracia, esto es, Ia comunión.

Idea #28

No sólo hemos sido expulsados del centro del mundo y estamos condenados a buscarlo por selvas y desiertos o por los vericuetos y subterráneos del Laberinto.

No sólo hemos sido expulsados del centro del mundo y estamos condenados a buscarlo por selvas y desiertos o por los vericuetos y subterráneos del Laberinto. Hubo un tiem­po en el que el tiempo no era sucesión y tránsito, sino manar conunuo de un presente fijo, en el que estaban contenidos to­dos los tiempos, eI pasado y el futuro. El hombre, desprendido de esa eternidad en Ia que todos los tiempos son uno, ha caído en el tiempo cronométrico y se ha convertido en pri­sionero del reloj, del calendario y de Ia sucesión. Pues apenas el tiempo se divide en ayer, hoy y mañana, en horas, minutos y segundos, el hombre cesa de ser uno con el tiempo, cesa de coincidir con el fluir de Ia realidad. Cuando digo “en este ins­tante”, ya pasó el instante. La medición espacial del tiempo separa aI hombre de Ia realidad, que es un conunuo presente, y hace fantasmas a todas las presencias en que la realidad se manifiesta, como enseña Bergson.

Idea #29

El tiempo mítico no es una sucesión homogénea de cantidades iguales, sino que se halla impregnado de todas las particularidades de nuestra vida: es largo como una eterni­dad o breve como un soplo, nefasto o propicio, fecundo o es­téril.

Si se reflexiona sobre el carácter de estas dos opuestas no­ciones, se advierte que el tiempo cronométrico es una suce­sión homogénea y vacía de toda particularidad. Igual a sí mis­mo siempre, desdeñoso del placer o del dolor, sólo transcurre. El tiempo mítico, al contrario, no es una sucesión homogénea de cantidades iguales, sino que se halla impregnado de todas las particularidades de nuestra vida: es largo como una eterni­dad o breve como un soplo, nefasto o propicio, fecundo o es­téril. Esta noción admite Ia existencia de una pluralidad de tiempos. Tiempo y vida se funden y forman un solo bloque, una unidad imposible de escindir. Para los aztecas, eI tiempo estaba ligado al espacio y cada día a uno de los puntos cardi­nales. Otro tanto puede decirse de cualquier calendario reli­gioso. La Fiesta es algo más que una fecha o un aniversario.  No celebra, sino reproduce un suceso: abre en dos al tiempo cronométrico para que, por espacio de unas breves horas in­conmensurables, el presente eterno se reinstale. La fiesta vuel­ve creador al tiempo. La repetición se vuelve concepción. El tiempo engendra. La Edad de Oro regresa. Ahora y aquí, cada vez que el sacerdote oficia el Misterio de Ia Santa Misa, des­ciende efectivamente Cristo, se da a los hombres y salva al mundo. Los verdaderos creyentes son, como quería Kierke­gaard, “contemporáneos de Jesus”. Y no solamente en Ia Fies­ta religiosa o en el Mito irrumpe un Presente que disuelve Ia vana sucesión. También eI amor y Ia poesía nos revelan, fugaz, este tiempo original. “Más tiempo no es más eternidad”, dice Juan Ramón Jiménez, refiriéndose a Ia eternidad del ins­tante poético. Sin duda ía concepción del tiempo como pre­sente fijo y actualidad pura, es más antigua que la del tiempo cronométrico, que no es una aprehensión inmediata del fluir de la realidad, sino una racionalización del transcurrir.

Idea #30

El tiempo mítico se expresa en la oposición de Historia y Mito o Historia y Poesía.

La dicotomía anterior se expresa en Ia oposición entre Historia y Mito, o Historia y Poesía. El tiempo del Mito, co­mo el de Ia fiesta religiosa, o el de los cuentos infantiles, no tiene fechas: “Hubo una vez...”, “En Ia época en que los ani­males hablaban “, “En el principio...”. Y ese Principio — que no es el año tal ni el día tal—. contiene todos los principios y nos introduce en el tiempo vivo, en donde de veras todo prin­cipia todos los instantes. Por virtud del rito, que realiza y re­produce el relato mítico, de Ia poesía y del cuento de hadas, el hombre accede a un mundo en donde los contrarios se fun­den. “Todos los rituales tienen Ia propiedad de acaecer en el ahora, en este instante.”[i]  Cada poema que Ieemos es una re­creación, quiero decir una ceremonia ritual, una Fiesta.

Idea #31

En la representación teatral como en la recitación poética, el tiempo ordinario deja de fluir, cede eI sitio al tiempo original.

El Teatro y Ia Épica son también Fiestas, ceremonias. En la representación teatral como en la recitación poética, el tiempo ordinario deja de fluir, cede eI sitio al tiempo original. Gracias a la participación, ese tiempo mítico, original, padre de todos los tiempos que enmascaran a Ia realidad, coincide con nuestro tiempo interior, subjetivo. El hombre, prisionero de Ia sucesión, rompe su invisible cárcel de tiempo y accede al tiempo vivo: la subjetividad se identifica al fin con eI tiem­po exterior, porque éste ha dejado de ser medición espacial y se ha convertido en manantial, en presente puro, que se re­crea sin cesar. Por obra del Mito y de Ia Fiesta --secuIar o re­ligiosa— eI hombre rompe su soledad y vuelve a ser uno con Ia creación. Y así, el Mito --disfrazado, oculto, escondido— reaparece en casi todos los actos de nuestra vida e intervie­ne decisivamente en nuestra Historia: nos abre las puertas de Ia comunión.

Idea #32

El hombre contemporáneo ha racionalizado los Mitos, pero no ha podido destruirlos.

El hombre contemporáneo ha racionalizado los Mitos, pero no ha podido destruirlos. Muchas de nuestras verdades científicas, como Ia mayor parte de nuestras concepciones morales, políticas y filosóficas, sólo son nuevas expresiones de tendencias que antes encarnaron en formas míticas. El Ienguaje racional de nuestro tiempo encubre apenas a los antiguos Mitos. La Utopía, y especialmente las modernas uto­pías políticas, expresan con violencia concentrada, a pesar de los esquemas racionales que las enmascaran, esa tendencia que lleva a toda sociedad a imaginar una edad de oro de Ia que el grupo social fue arrancado y a la que volverán los hombres el Día de Días. Las fiestas modernas —reuniones políti­cas, desfiles, manifestaciones y demás actos rituales— prefigu­ran aI advenimiento de ese día de Redención. Todos esperan que Ia sociedad vuelva a su Iibertad original y los hombres a su primitiva pureza. Entonces la Historia cesará. El tiempo (Ia duda, Ia elección forzada entre lo bueno y lo malo, entre Io injusto y lo justo, entre Io real y Io imaginario) dejará de triturarnos. Volverá el reino del presente fijo, de Ia comunión perpetua: Ia realidad arrojará sus máscaras y podremos al fin conocerla y conocer a nuestros semejantes.

Idea #33

Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tien­de a salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de creación.

Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tien­de a salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de creación. Soledad y pecado se re­suelven en comunión y fertilidad. La sociedad que vivimos ahora también ha engendrado su mito. La esterilidad del mundo burgués desemboca en el suicidio o en una nueva Forma de participación creadora. Tal es, para decirlo con Ia frase de Ortega y Gasset, el “tema de nuestro tiempo”: Ia sustancia de nuestros sueños y el sentido de nuestros actos.

Idea #34

El hombre moderno tiene Ia pretensión de pensar des­pierto.

El hombre moderno tiene Ia pretensión de pensar des­pierto. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, aca­so, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abier­tos y que los sueños de la razón son atroces. Quizá, entonces, empezaremos a sonar otra vez con los ojos cerrados.

 



[1] Lucien Lévy-Bruhl, La mentalité primitive. Paris, 1922

[2] Op.cit.

[3] Amable Audin, Les Fétes Solaires.  Paris, 1945.

[4] Sobre la noción de espacio sagrado, véase Mircea Eliade, Histoire des Religions. Paris, 1949.



[i] Van der Leeuw: Lhomme primitif et la Religion. Paris, 1940.